Bitácora



Llevo mucho tiempo preguntándome el motivo de mis actos... no solo el “por qué hago esto”, sino también el “por qué debería hacer aquello”.

La verdad, tras más de 40 años pensando al respecto, las respuestas me siguen siendo esquivas. Es como si cada punto al que llegase solo fuera el comienzo de un enjambre de nuevos caminos que puedo tomar en mi búsqueda del sentido.

No quiero confundirme, ni confundir a nadie; cuando digo (o insinúo, como acado de hacerlo) que “la vida no tiene sentido”, no me refiero a la forma autocompasiva de alguien deprimido y al borde del suicidio que se toma la cabeza mientras lo dice, sino a la forma reflexiva e indiferente de quien hace una aseveración con respecto a algo que nadie le preguntó...


Creo que cada uno encuentra su propio sentido para vivir. No me refiero solo a “no estar muerto”, sino a todo aquello que hacemos día a día, sea rutinario o inpredecible, placentero o doloroso, trascendente o trivial.

Para algunos, el motivo está basado en su convicción filosófica, atribuyendo una “misión” al hecho de estar vivos. Esto puede ser religioso, o no. Hay millones que creen que su misión es convencer a los demás de que sus creencias son ciertas, y propagan esto como una especie de virus mental, que, una vez que conquista una mente, se reproduce dentro de esta y se propaga a otras. Hay otros que creen que su misión es acabar con ese ciclo, y ocupan su vida en intentar diseñar el antídoto para esos virus.

Para otros, el principal motivo es el hedonismo, y viven su vida en búsqueda de placer, confort, deleite... al contrario de otros que no queda claro si encuentran deleite en el sufrimiento, o realmente creen que sufrir es algo virtuoso, y pasan su vida en la angustia, el resentimiento y la amargura.

Así podríamos seguir, enumerando formas de ejercer la vida, sean estas conscientes o no, y siempre podríamos dar un paso más al preguntarnos cual es el sentido de que el sentido sea el que es. La recursividad es infinita...


Tal vez sería mejor intentar otro enfoque. Tal vez en esa espiral recursiva podríamos ir cortando las ramas que lleven a contradicciones, las que nos lleven a puntos con los que no estemos de acuerdo, o las que caigan referencias circulares. Por ejemplo:

Una motivación que siempre me resultó curiosa es la de la acumulación. Hay acumuladores de bienes materiales/propiedades/dinero, de aprobación/admiración/atención ajena, de conocimientos/experiencias/sensaciones, etc. Pero dicha acumulación no responde a una utilización posterior de lo acumulado, sino solo a la posesión de ello.

De entre estos, me llama particularmente la atención la acumulación de dinero; ¿para que quiere dinero alguien que no se permite gastarlo? No voy a negar que es un medio muy útil en casi cualquier circunstancia, pero, si en vez de un medio se convierte en un fin, ¿de que sirve?


Eso me lleva a un recuerdo de mi infancia. Resulta que luego de haber tenido un kiosco en casa por un tiempo, las monedas se acumularon, y debido a la constante inflación de Argentina, pronto valía más el metal en sí que la propia moneda. Varias bolsas quedaron guardadas a la espera de ser vendidas como chatarra, viendo como el precio del metal subía, y 1.000$ de monedas podían venderse por 1.500$ hoy, o guardarse otra semana y venderse por 2.000$. Era fantástico... cada día teníamos en nuestra reserva más y más pesos... sin darnos cuenta de que lo peor que podíamos hacer era cambiar las monedas por billetes, ya que al momento en que lo hicéramos nuestra pequeña fortuna dejaría de crecer y comenzaría a marchitarse. Así, el valor creciente de esas monedas en realidad daba igual, ya que al no cambiarlas por especular, no podíamos aprovechar su valor en pesos.


Entonces apareció una utilidad directa para esas monedas, que al mismo tiempo evitaba cambiarlas por billetes de un valor menguante... junto con un vecino nos subíamos al techo cada noche, y cagábamos a monedazos a los transeúntes, con gordas monedas de 50 pesos con la cara de San Martín...



Hoy hago lo mismo con mi arte: en vez de cambiarlo por un dinero que irá inevitablemente perdiendo su valor con el tiempo, lo arrojo a los que, incautos, se acercan lo suficiente.